domingo, 2 de abril de 2017

El fracaso de la lucha contra los cárteles en España



En las últimas semanas la CNMC ha resuelto varios expedientes (S/0545/15 HORMIGONES DE ASTURIAS, S/DC/0511/14 RENFE OPERADORA, S/DC/0512/14 TRANSPORTE BALEAR DE VIAJEROS) que confirman una idea recurrente ya en este blog: la lucha contra los cárteles en España no es efectiva, y una de las causas de ese fracaso es la escasa fuerza disuasoria de las multas impuestas por la CNMC.
Los cárteles constituyen las conductas más restrictivas de la competencia y, en consecuencia, las más dañinas. No existe unanimidad sobre la conveniencia de prohibir las conductas unilaterales o los acuerdos verticales, pero –al menos entre los que creen en la conveniencia de que existan unas normas de defensa de la competencia- nadie discute la necesidad de prohibir los cárteles. La efectividad de esta prohibición, sin embargo, depende de cuáles sean en la práctica las consecuencias de su infracción. Los cárteles afectan al interés público, puesto que ocasionan una ineficiente asignación de los recursos económicos. Además, afectan también a los intereses privados de los participantes en el mercado, ya que reducen su bienestar. De ahí que las consecuencias de la infracción de las normas de defensa de la competencia incluyan un conjunto de acciones y medidas de carácter tanto público como privado.
La efectividad de la prohibición de los cárteles depende de la adecuada configuración y aplicación de tales consecuencias, de forma que resulten aptas para alcanzar un doble objetivo:
(1) Por una parte, se trata de poner fin a la infracción efectivamente producida, lo que exige no sólo la cesación de la conducta prohibida, sino también la efectiva reparación de sus efectos; es decir, el restablecimiento tanto de la competencia en el mercado como de la integridad patrimonial de los perjudicados. En consecuencia, esa función restaurativa exige la existencia de remedios públicos (obligaciones estructurales o de comportamiento, ya sean acordadas con el infractor o impuestas por la autoridad encargada de su aplicación) y privados (nulidad, indemnización de daños y perjuicios).
(2) Por otra, se trata de castigar al infractor y, sobre todo, disuadir tanto a éste como a los demás operadores de cometer nuevamente esa infracción en el futuro. Estas medidas, cuya función es de carácter punitivo-preventivo, exigen el uso del ius puniendi, por lo que constituyen exclusivamente sanciones de carácter público; normalmente  administrativo pero, excepcionalmente, incluso penal (multas pecuniarias a la empresa infractora, prohibición de contratar con la administración, multas a los directivos, inhabilitación para el cargo, e incluso penas privativas de libertad).
La aplicación privada en España ha ido dirigida principalmente a la declaración de la nulidad de determinados contratos verticales de larga duración. Las acciones de reclamación de daños y perjuicios causados por los cárteles, por el contrario, han sido mucho más infrecuentes debido a las dificultades existentes para su ejercicio. La incorporación a nuestro ordenamiento de la Directiva 2014/104/UE cuyo objetivo es –supuestamente- la eliminación de los obstáculos que la dificultan, debería haberse producido a más tardar a finales de 2016. Los efectos de los cárteles detectados y sancionados sobre el patrimonio de los perjudicados, mientras tanto, no son eliminados.
Ciertamente, la finalidad de la lucha contra los cárteles no es únicamente la de poner fin a su existencia y efectos, sino, sobre todo, la de prevenir su formación. La mejor manera de evitar los efectos negativos de los cárteles es evitando su constitución. Para ello es necesario que la probabilidad de que los cárteles sean detectados y severamente sancionados sea suficientemente elevada. En España, el margen de apreciación que el artículo 64 de la Ley de Defensa de la Competencia otorga para la determinación de las multas fue aprovechado por la Comisión Nacional de la Competencia para concretar y publicar su política sancionadora en una Comunicación de 2009 sobre la cuantificación de multas. El método de cálculo adoptado constaba de varias fases:
1.    En una primera, atendiendo principalmente a la gravedad del daño causado, se calculaba un importe básico de la sanción como una proporción variable del volumen de ventas afectado por la infracción (entre un 10% y un 30%).
2.    Este importe básico era posteriormente ajustado al alza o a la baja en función de las circunstancias agravantes o atenuantes concurrentes, de carácter esencialmente subjetivo.
3.    La cantidad resultante no podría resultar inferior al beneficio ilícitamente obtenido por el infractor como consecuencia de la infracción, cuando fuera posible calcularlo.
4.    Finalmente, la multa no podría en ningún caso superar el porcentaje de su facturación previsto en función de la gravedad de la infracción (1%, 5% ó 10%), que venía a actuar así como “umbral del nivelación”.
Este método seguía en sus líneas generales el adoptado por la Comisión Europea en su Comunicación de 2006, aún vigente. Sin embargo, resultaba contrario a las exigencias constitucionales según la jurisprudencia establecida en la sentencia del Tribunal Supremo (Sala Tercera) de 29 de enero de 2015 y concordantes.
De acuerdo con ésta, los porcentajes sobre el “volumen de negocios total” de las empresas infractoras fijados como límites superiores de las posibles multas no pueden constituir un umbral de nivelación o límite extrínseco de la multa -previamente calculada, en ese caso, sin ningún límite máximo-, sino como las cifras máximas de una escala de sanciones pecuniarias en el seno de la cual ha de fijarse aquélla. El Tribunal Supremo se aparta así de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, según el cual no atenta contra el principio de legalidad el hecho de que en algún paso intermedio de su procedimiento de cálculo la cuantía de la sanción supere el máximo legalmente previsto. Sin embargo, coincide con el Tribunal Supremo alemán al establecer que el método adoptado en la Comunicación sobre la cuantificación de las sanciones no resultaba conforme a derecho, ya que implicaba la inexistencia de dicha escala sancionadora (en contra del principio de predeterminación de las sanciones) y provocaba un sesgo al alza del importe de las multas (en contra del principio de proporcionalidad).
Donde, a mi juicio, se equivoca el Tribunal Supremo, es en determinadas afirmaciones realizadas obiter dicta; entre éstas, considero particularmente desafortunado el pasaje en el que, tras admitir que su interpretación dificulta la imposición de sanciones disuasorias, afirma que
“el efecto disuasorio debe predicarse de la política de defensa de la competencia en su conjunto, en el marco de la cual sin duda tienen este carácter, además de las sanciones pecuniarias a las propias empresas, ciertas medidas punitivas previstas en la norma pero no siempre adoptadas en la práctica (como la contenida en el artículo 63.2 de la Ley 15/2007 , que permite imponer multas de hasta 60.000 euros a las personas que integran los órganos directivos de las empresas infractoras) o bien un marco procesal de acciones civiles que faciliten el efectivo resarcimiento de los daños ocasionados por las conductas anticompetitivas.
Precisamente la evolución del Derecho de la Competencia va dirigida a incrementar el nivel de disuasión efectiva contrarrestando los beneficios ilícitos derivados de las conductas restrictivas de la competencia mediante la promoción de las acciones de condena -en la vía civil- al resarcimiento de los daños causados por las empresas infractoras (daños a los consumidores y a otros agentes económicos que son normalmente el reverso del beneficio ilícito obtenido). Se pretende de este modo aumentar la capacidad de disuasión del sistema de defensa de la competencia en su conjunto, de modo que las empresas infractoras -y sus directivos- no sólo "sufran" la sanción administrativa correspondiente sino que, además, queden privadas de sus ilícitas ganancias indemnizando los daños y perjuicios causados con su conducta”.
De esta forma, el Tribunal Supremo envía un mensaje equivocado: el carácter escasamente disuasorio de las sanciones no puede ser suplido mediante la imposición de remedios públicos o privados. En particular, la función de las normas sobre responsabilidad por daños tienen una función puramente indemnizatoria, como ha establecido reiteradamente el propio Tribunal Supremo (Sala Primera). La transposición de la Directiva de daños no va a suponer ninguna modificación; por el contrario, ésta expresamente prevé que un resarcimiento pleno en virtud de la presente Directiva no debe conducir a un exceso de resarcimiento, ya sea mediante daños punitivos, múltiples o de otro tipo.
Ciertamente, la disuasión puede constituir una consecuencia indirecta de la indemnización. Pero la prueba de la existencia de un cártel -ya no de sus efectos- ante un juez resulta casi imposible para los perjudicados a falta de un pronunciamiento previo de la autoridad de competencia correspondiente. Dado su carácter secreto, la herramienta más adecuada para detectar los cárteles es, por el momento, un buen programa de clemencia, cuyo adecuado funcionamiento depende de los incentivos ofrecidos al delator: principalmente, la posibilidad de evitar una multa realmente apreciable. Por lo tanto, la imposición de multas realmente disuasorias no sólo favorece la prevención de los cárteles de manera directa, sino que -también de manera indirecta- resulta imprescindible para facilitar su detección. Una multa esperada que no represente sino una pequeña parte del beneficio obtenido como consecuencia de la infracción no resulta disuasoria ni permite que la posibilidad de acogerse al programa de clemencia constituya un incentivo suficiente, por lo que no hace sino contribuir a la estabilidad del cártel. En consecuencia, la posibilidad de obtener indemnización por los daños sufridos como consecuencia de su existencia depende, en buena medida, de que las sanciones esperadas sean realmente disuasorias.
Como confirman las tres Resoluciones citadas al principio de esta entrada, la política sancionadora de la CNMC con posterioridad a la STS de 2015, por el contrario, se caracteriza por su escaso poder disuasorio:
-          Un cártel de reparto de mercado y fijación de precios del suministro de hormigón en Asturias y alrededores, considerado un infracción muy grave que ha afectado a clientes responsable de obras públicas y privadas, merece –a juicio del Consejo- un tipo sancionador general del 4,8% de la facturación total de los cartelistas (menos de la mitad de la multa máxima permitida).
-          Un reparto del mercado del transporte ferroviario de mercancías, considerado una infracción muy grave cometida por empresas cuya cuota de mercado alcanza el 80% y cuyos graves efectos han podido ser constatados, obstaculizando además la liberalización del sector a nivel europeo, merece únicamente un tipo sancionador global del 5% de la facturación total de las empresas infractoras (la mitad de la multa máxima permitida); y, además, cada multa es posteriormente reducida hasta las cantidades muy inferiores que, sin explicar cómo ha sido calculado, constituyen “el límite de la proporcionalidad” a juicio del Consejo (el cual coincide con una cantidad justo por debajo del 4,7% del volumen de negocio afectado por la infracción).
-          Un cártel en el mercado del transporte escolar en las Islas Baleares (considerado un servicio de especial relevancia social), constitutivo de una infracción muy grave mediante la cual las empresas se han repartido los lotes ofertados en las licitaciones convocadas por la Consejería de Educación, merece un tipo sancionador del 4,5% (menos de la mitad de la multa máxima permitida).

Ciertamente, si el límite del 10% constituye -como establece el Tribunal Supremo- la cifra máxima de la escala de sanciones, sólo puede ser aplicada a las conductas más graves de entre las posibles. Y, en la práctica, difícilmente se impondrá una multa que alcance ese límite. Sin embargo, las impuestas por la CNMC para reprimir los cárteles quedan demasiado lejos. 

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